En solo seis años, los olivares del desierto más árido del planeta se triplicaron. Hoy producen hasta 2.500 kg/ha de aceite virgen extra gracias a 3.800 horas de sol al año y agricultura de precisión. ¿Puede este modelo extremo convertirse en el futuro del olivar global?
Alma Arauco by MORE obtuvo tres galardones en los Joota Awards 2025 de Tokio, uno de los certámenes más influyentes de Asia. El reconocimiento no es aislado: es la confirmación de que el Desierto de Atacama está irrumpiendo como un polo inesperado de aceites de oliva de calidad ultra premium. Lo que hace apenas una década parecía una fantasía agrícola hoy es un fenómeno que desafía a la industria mundial.
Durante años, el norte de Chile fue sinónimo de imposibilidad agrícola. Con precipitaciones tan bajas que en algunas zonas no superan los dos milímetros por año, la idea de cultivar olivos parecía absurda. Sin embargo, desde 2015 un pequeño grupo de productores —muchos asesorados por expertos israelíes y españoles— comenzó a plantar en sectores donde ni los camélidos se aventuran a pastorear. El salto fue vertiginoso. Para 2024, la Región de Antofagasta ya acumulaba más de tres mil hectáreas de olivar comercial, concentradas principalmente en el valle del río Loa y la Pampa del Tamarugal. Según ChileOliva (2024), esto significa un crecimiento del ciento ochenta por ciento en apenas seis años.
Lo más sorprendente no es la expansión territorial, sino la productividad. Gracias a las 3.800 horas de sol al año y a una amplitud térmica que en ocasiones supera los treinta grados entre el día y la noche, los olivares de Arbequina, Arbosana y Koroneiki alcanzan rendimientos que superan con holgura a los tradicionales valles mediterráneos chilenos y compiten directamente con Jaén o Toscana. En Atacama se habla de ocho a doce toneladas de aceitunas por hectárea y entre dos mil y dos mil quinientos kilos de aceite virgen extra por hectárea. Los aceites producidos en esta zona ya suman medallas en concursos internacionales como NYIOOC y Olive Japan, validando su carácter sensorial intenso y su notable estabilidad.
Nada de esto ocurre por azar. En Atacama, el agua proviene casi íntegramente de acuíferos profundos, con pozos que alcanzan entre cien y cuatrocientos metros, complementados en algunos proyectos por plantas desalinizadoras privadas como Desierto Verde en Antofagasta o Agrícola Superfoods en Copiapó. Todo el riego se realiza mediante goteo enterrado de alta precisión, con eficiencias que superan el noventa y cinco por ciento. Cada olivo recibe exactamente lo que requiere, entre mil quinientos y dos mil quinientos metros cúbicos por hectárea al año, una fracción de lo que consumen los olivares tradicionales del valle central. A ello se suma un ecosistema tecnológico que incluye sensores de humedad, algoritmos de estrés hídrico, imágenes satelitales y automatización completa en la cosecha.
Pero la historia tiene un reverso oscuro. La extracción intensiva de aguas subterráneas ha despertado preocupación entre comunidades atacameñas (lictanantay), que denuncian la desaparición de vegas y bofedales, humedales altoandinos que dependen de afloramientos de agua subterránea. Documentos del Consejo de Defensa del Estado (2023) y del Instituto Nacional de Derechos Humanos (2022) advierten que varios acuíferos están en estado crítico de sobreexplotación y que en sectores como Peine las napas han descendido hasta quince metros en una década. Para las comunidades, el rápido crecimiento del olivar se suma a un escenario hídrico ya tensionado por la minería del litio y la gran minería metálica.
A pesar de los conflictos, el sector no se detiene. Nuevos proyectos incorporan desalación solar, recuperación de aguas industriales y acuerdos de monitoreo conjunto con comunidades indígenas. Algunos productores han iniciado negociaciones históricas para compartir beneficios y establecer sistemas de vigilancia comunitaria de los acuíferos, buscando dar sustentabilidad a una actividad que, sin esas garantías, podría tornarse inviable. En 2022, el Banco Mundial calificó esta experiencia como uno de los casos “más extremos y exitosos de agricultura en zonas hiperáridas del planeta”.